Revolución sentimental
"Hemos convertido las relaciones en un juego interminable en el que nadie gana y todos pierden"
Como veinteañera que navega por la vida tratando de entenderse a sí misma y al mundo que la rodea me apena ver el miedo a querer.
Me apena tanta excusa para no conocerse, tantas ganas de distanciarse; me apena el miedo a reconocerse en el otro, a mostrarse o incluso a presentarse. Nos conocemos con una excusa bajo el brazo, yendo por delante todas aquellas razones por las que saldría mal, razones para evitar cualquier relación íntima, como si ser frío te otorgase una protección necesaria. Pero la verdad es que antes incluso de hablar ya estamos pensando en la forma de irnos, en el portazo que daremos al salir y la explicación carente de sentido para marchar.
Unos van y vienen, intercambiando mensajes, abriendo chats que nunca más se volverán a mirar o corriendo a descubrir el cuerpo de un desconocido antes que el suyo. ¿Qué sentido tiene iniciar cosas por aburrimiento? Hacerlo todo con prisas, sin dejar tiempo a la pausa de verse reflejado en ojos ajenos. Qué sentido tiene conocer personas por encima, apenas sin rozar la superficie de lo que son, fueron o serán. De qué sirve descubrir un cuerpo frente a un corazón intacto, repleto de barreras y cajones vacíos.
Me pregunto donde ha quedado el seducirse, conocerse, quererse y cuidarse. Sin darnos cuenta hemos aplicado el consumismo a las personas, a nuestros propios cuerpos. Hemos empezado a distanciarnos, a alejarnos de todo lo íntimo, lo ajeno, lo real. Todo lo que podría desnudarnos ante el resto. Despreciamos lo profundo y nos resguardamos en lo superficial. Pero resguardarse de la lluvia no te hará disfrutar del tiempo.
Ya no se desea. Ya no aparece la tensión de revelar pedazos de uno mismo con tiento. Ya no existe la curiosidad por ver a donde nos llevará una emoción o la capacidad de soportar la incertidumbre de lo que vendrá. Ha desaparecido el deseo. Anhelar con la punta de los dedos, con cada parte del cuerpo. Resignificar gestos, caricias y miradas, conocer la historia del otro, dejando esa pizca de misterio que pertenece a dos mundos distintos y solo puede encontrarse en ese hueco que nos separa. Descubrirse en el otro y hallar las respuestas a tus preguntas. Unas mejores, otras peores, pero al fin y al cabo respuestas. Lo queremos todo tan rápido y tan fácil que hemos matado aquello que hace el conocerse bonito. Hemos convertido las relaciones en un juego interminable en el que nadie gana y todos pierden. Uno cruel y despiadado en el que salir vencedor implica tener una vida intacta, el cuerpo repleto de huellas y el corazón vacío.
Hemos olvidado la belleza de mostrar y verse. Compartir una sonrisa genuina, llorar frente a unos ojos sinceros repletos de apoyo y comprensión, un abrazo igual de largo que una canción, un paseo frente al mar mientras ríes sin pensar; compartir miedos, caricias y opiniones que pensabas nadie más tenía. Tomar un café hasta altas horas de la noche con la excusa de hablar, pese a acabarlo en dos sorbos y ocupar una mesa. Ilusionarse y escuchar una voz ajena con pasión. Ver el reflejo del atardecer en unos ojos cada vez menos desconocidos –marcados por un color café que se aleja del verde tan tuyo–, reconocer un gesto o un aroma que con los meses se vuelve familiar. No hay nada más bello que el miedo y la emoción de perder parcelas de tu mente en base a alguien, ese cosquilleo que aparece y dejas crecer pese a la incertidumbre de lo que podría ser y no será. Ese espacio que se crea en tu vida para ser y dejar serlo a alguien más.
En el auge del tan comentado desinterés, yo me niego a reducirme. Me niego a comportarme como otra, una más plana, más fría y menos honesta. A vivir dando pasos pequeños por miedo a hacer ruido, a no conocer ni desplegar mi curiosidad, pese a los golpes y los pocos aciertos en la cartilla de este bingo. En la era del desapego quererse bonito es toda una revolución, una llena de roces a cuenta gotas y alguna que otra emoción de más.
Todo pasa y todo llega
Contemplo a mi alrededor la habitación. Mis gatos están durmiendo cerca, huyendo del frío de enero que se instala entre las paredes, y aunque no esté sola, reina el silencio. A lo lejos se escucha el minúsculo movimiento de las agujas del reloj, marcando el tiempo que se escapa, gota a gota.
Me ha encantado :)
Magnifico