Decir adiós
"Desprenderse de algo nunca será fácil, pero desprenderse de alguien lo será aún menos."
De pequeño uno quiere todo aquello que se le antoja, de forma casi inmediata, sin esperas ni trámites. Si eso no sucede, puede que provoque una pataleta o un gran llanto desmedido, pero al cabo de unas horas el deseo pierde su urgencia. En la mayoría de los casos, una vez la catarsis ha sucedido, lo olvidamos por completo. Sin embargo, crecemos, la vida se vuelve más compleja, uno se convierte en adulto –o intenta aprender a serlo– e intervienen las relaciones y la memoria por primera vez. A partir de ahí, aceptar las cosas no es tan sencillo. Aceptar, sobre todo, aquello que no es para nosotros, aquello que no podemos tener.
Es una conversación recurrente, lo veo en cada mesa de una cafetería abarrotada, en las esquinas de mi calle, en la entrada de un bar, en cada vídeo desesperado o mis más cercanas amistades. Soltar siendo adulto se vuelve una tarea complicada, una en la que para salir airoso tienes que ser muy despreocupado o tener una larga lista de vivencias detrás. Sea como fuere, es una batalla de la que, por suerte o por desgracia, nadie se libra.
Desprenderse de algo nunca será fácil, pero desprenderse de alguien lo será aún menos. Para mí no hay mayor miedo que ese momento en el que, sabes, tienes que soltar a alguien. Ese preciso instante en el que una punzada angustiosa te recorre el pecho o un comentario desafortunado marca un antes y un después en tu forma de ver a la persona que tienes enfrente. Puede ser inmediato o puede desarrollarse con el tiempo. Ver cómo esa luz se va apagando, como todo se enfría, cómo dejáis de hablar, cómo cada vez es más difícil mantenerse de una sola pieza, en silencio, y hacer cómo que la molestia que te invade la garganta no necesita salir. En esos momentos, faltan las palabras. Todo se congela. El reloj no deja de moverse, los minutos pasan, y sabes que llegará el momento en el que todo pare. El momento en el que la despedida sea inevitable, el momento en el que ya no puedas más.
Desprenderse de alguien no es soltar un nombre cualquiera. Es soltar una historia, soltar capítulos enteros de una vida en la que todo parecía en su sitio. Es tener miedo a recordar, es sentir culpa por no haber sabido cuidar, por no poder retener –o no querer hacerlo–. Es que un recuerdo feliz te aceche por las noches y pienses cómo has llegado hasta ahí. Es que el viento te engañe con el sonido de su voz y, aún con lástima, querer mirar. Es buscar en cada coche blanco sus ojos, en cada bar su olor. Es cada letra de un nombre que ya nunca volverá a sonar igual.
Soltar es la trampa de vivir. Es el avance que te engaña disfrazado de fracaso y te hace pensar que caminas al revés. Es ese paso en falso que tanto miedo da. Es sostener el vacío que cuelga de los dedos. Es hacer hueco para alguien más.
Aceptar que algo se acaba, pienso, es una de las cosas más difíciles que existen. Como es lógico tendemos a agarrar con fuerza todo lo que queremos, a mantenerlo a nuestro lado, independientemente de lo bien o mal que nos haga. Solo por el hecho de no perder, de no sentir que una parte de nosotros va a desaparecer. La mente nos engaña y revisita cada momento, cada sonrisa, cada conversación, cada beso. Nos intenta demostrar que nos equivocamos sin tener ninguna prueba de ello, aprovechándose del miedo, del frío al que se tendrán que acostumbrar nuestras manos o el lado vacío de una cama sin hacer. Soltar sería más fácil si se tratase de no echar la vista atrás, de mantener la mirada fija en un punto concreto, pese a no encontrar el dónde. La complicación reside no tanto en la nostalgia, sino en aquello que está por suceder. No solo soltamos todo lo que fuimos, también soltamos todo aquello que podría ser.
Aunque sea triste, quizás, puedas guardar lo que viviste en un cajón, tal vez revisitarlo, como esos viajes al pueblo en los que añoras la inocencia propia de la niñez. Verlo como un paso transitorio, como la parada dentro de un viaje, pero nada más. Decir adiós a una versión de ti, quizás más risueña, más atrevida, más flexible, pero en definitiva diferente.
Los años pesan, mueven historias, tienden puentes hacia partes de nosotros que desconocíamos. Pero también deshacen aquellos que creíamos inmutables, rígidos y centenarios. El tiempo nos demuestra que existen capítulos que no vale la pena continuar. Al igual que la mano de aquellos que nos ayudaron a cruzar no siempre estará entre las nuestras. Para bien o para mal, no todo es para siempre, y aunque no sepamos reconocerlo o como aceptarlo ahora, una nueva versión de nosotros si sabrá cómo.
Decir adiós es una lección de vida inevitable. Una pieza del rompecabezas que cuesta aceptar que exista, que cuesta mover de sitio para poder continuar. En esos momentos de incertidumbre, en los que no sabemos si volveremos a ver sus ojos o escuchar su voz, me resuenan las palabras que escribió Miguel Gane “solamente seremos la forma que escogimos para decir adiós”. Así que, aún con dolor entre las manos y una gran congoja en el pecho, saluda mirando a los ojos, recuerda que una vez te hizo feliz y despídete con el cariño propio de aquello que tanto significó para ti.
La intimidad de lo nunca dicho
Una vida repleta de puntos suspensivos es una vida formada por el misterio. El no saber, las no respuestas encierran un vacío místico, uno real que sobrevive gracias a la imaginación de lo que jamás sucederá. Hay algo tan íntimo en lo nunca dicho. En lo que se esconde. En no volver a hablar. Hay algo único en lo que no se toca, lo que no se dice, lo que…
Lo que esconde un gesto
En uno de estos días cualquiera, una semana arrolladora y mucho caos circulando entre la cabeza y la punta de los dedos me escapé.
Leer esto ha sido sanador. Gracias. ❤️🩹
Wow, enserio me llego al corazón