Abogar por un derecho humano no debería ser raro ni descabellado. Indignarse frente a una acción objetivamente injusta, una acción que va contra la propia ley de vida, tampoco. ¿Desde cuándo hemos perdido el sentido común?
Como persona que vive en sociedad me preocupa la dirección que están tomando los hechos. La radicalización de instituciones, de discursos, el colapso del mercado, el aumento de la incapacidad de razonamiento o incluso la anulación del pensamiento crítico. Por encima de esto, vistos los recientes acontecimientos globales —que se siguen sucediendo mientras escribo— se encuentra la inmensa preocupación por la creciente ausencia de capacidades como la empatía, la compasión, la comprensión o incluso la falta de moralidad.
Vivimos en un mundo en el que los conceptos de bien y mal no son absolutos, son conceptos llenos de matices, interpretaciones, influencias sociales, religiosas y culturales e historia. Pero más allá de eso, existe el concepto de humanidad. Podemos disentir en muchos temas, pero ¿cómo es posible disentir en eso? Una vida es una vida. Una víctima es una víctima. Una masacre es una masacre y, por mucho que se intente leer entre líneas, no deja de serlo. ¿Cómo puede existir una disparidad de opinión ante el derecho a la vida? ¿Cómo puede haber siquiera la mínima duda de que sea o no correcto?
No creo en un mundo en el que la violencia tenga cabida, en la ley del más fuerte, del extremo. No creo que ponerse un pañuelo delante de los ojos y dejar que continúe el sufrimiento sea algo de lo que enorgullecerse. Como persona viva, sana y segura siento vergüenza. Como sociedad, como especie. Siento pena al ver a tantas personas defender la violencia y desestimar una tragedia. Me apena ver que no somos capaces de ponernos ni siquiera de acuerdo en eso. Independientemente de tu género, sexo, religión, etnia, identidad o ideología política, una acción atroz, deshumanizada y sistemática debería no solo repelerte, sino indignarte. No debería existir una posibilidad en la que la magnitud del número 53.000 —aumentando en el momento que escribo esto— no te helara la sangre, no te recorriera un escalofrío por el pecho o te diera ganas de vomitar. Esos números son personas. Son niños, mujeres, hombres, jóvenes, mayores y discapacitados… No es una cuestión partidista, es una cuestión de humanidad.
Antes solía creer que esas capacidades tan básicas eran las que nos hacían personas, las que nos hacían humanos. Solía creer que aquello era lo que nos diferenciaba, a excepción de algún que otro personaje muy desarraigado de la realidad. Pero ahora, ¿ahora qué?
El único consuelo que me queda es pensar que hay más gente sensibilizada, conectada y dispuesta a ayudar. Gente que más allá de su posición, creencias o clase es capaz de reconocer, sin duda alguna, cuando estamos perdiendo el norte.
Revolución sentimental
Como veinteañera que navega por la vida tratando de entenderse a sí misma y al mundo que la rodea me apena ver el miedo a querer.
Decir adiós
De pequeño uno quiere todo aquello que se le antoja, de forma casi inmediata, sin esperas ni trámites. Si eso no sucede, puede que provoque una pataleta o un gran llanto desmedido, pero al cabo de unas horas el deseo pierde su urgencia. En la mayoría de los casos, una vez la catarsis ha sucedido, lo olvidamos por completo. Sin embargo, crecemos, la vida…
Wow! Justo hoy estaba pensando eso y en vdd que no me entra en la cabeza como la gente no siente nada o se ponen a debatir quién es el malo, que alguien le abra los ojos al mundo para que vean el problema de vdd!
Genial post lleno de sensibilidad y verdad.